jueves, 12 de noviembre de 2015

Leído: Los besos en el pan de Almudena Grandes

Almudena Grandes, Los besos en el pan. Madrid: Tusquets, 2015. 336 p.

Leer y a veces releer la obra de Almudena Grandes es siempre un pequeño placer (exceptuando Las edades de Lulú, que no me gusta nada de nada). Y esta nueva obra suya no decepciona y continúa con su misma estela. En este caso se trata de unos relatos sobre una comunidad de vecinos que viven en un barrio de Madrid (y que como ella dice en el prólogo podría ser de cualquier barrio de España) y cómo sobrellevan el tema de la crisis económica en su vida diaria.

Son unos relatos, que en algunos casos, te dejan el corazón en un puño (cómo el de las chicas chinas de la tienda de manicura) y es que a menudo la realidad supera la ficción, y en otros te das cuenta que la vida es maravillosa y que hay que aprovecharla a tope. Con que leo cada fin de semana sus relatos de El País, había uno de ellos que ya me sonaban, pero verlos en su contexto dentro de la obra, y sabiendo lo que ha pasado antes para llegar a ese veraneo atípico entre mares de invernaderos, pues aún más.

Me ha gustado el título de la obra, esa referencia a nuestros padres y abuelos que valoraban el hecho de tener pan hasta el punto de besarlo, cuando nosotros estamos harta de pan, de pan pita, y de cualquier tipo de producto alimentario.

Leí el otro día la crítica de La Vanguardia sobre esta obra, y el autor la tachaba de sentimental, pues sí, será sentimental, pero escribe bien y me gusta ponerme sentimental leyendo una novela.

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¿Qué puede llegar a ocurrirles a los vecinos de un barrio cualquiera en estos tiempos difíciles? ¿Cómo resisten, en pleno ojo del huracán, parejas y personas solas, padres e hijos, jóvenes y ancianos, los embates de una crisis que «amenazó con volverlo todo del revés y aún no lo ha conseguido»? Los besos en el pan cuenta, de manera sutil y conmovedora, cómo transcurre la vida de una familia que vuelve de vacaciones decidida a que su rutina no cambie, pero también la de un recién divorciado al que se oye sollozar tras un tabique, la de una abuela que pone el árbol de Navidad antes de tiempo para animar a los suyos, la de una mujer que decide reinventarse y volver al campo para vivir de las tierras que alimentaron a sus antepasados… En la peluquería, en el bar, en las oficinas o en el centro de salud, muchos vecinos, protagonistas de esta delicada novela coral, vivirán momentos agridulces de una solidaridad inesperada, de indignación y de rabia, pero también de ternura y tesón. Y aprenderán por qué sus abuelos les enseñaron, cuando eran niños, a besar el pan.

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Estamos en un barrio del centro de Madrid. Su nombre no importa, porque podría ser cualquiera entre unos pocos barrios antiguos, con zonas venerables, otras más bien vetustas. Este no tiene muchos monumentos pero es de los bonitos, porque está vivo.
Mi barrio tiene calles irregulares. Las hay amplias, con árboles frondosos que sombrean los balcones de los pisos bajos, aunque abundan más las estrechas. Estas también tienen árboles, más apretados, más juntos y siempre muy bien podados, para que no acaparen el espacio que escasea hasta en el aire, pero verdes, tiernos en primavera y amables en verano, cuando caminar por la mañana temprano por las aceras recién regadas es un lujo sin precio, un placer gratuito. Las plazas son bastantes, no muy grandes. Cada una tiene su iglesia y su estatua en el centro, figuras de héroes o de santos, y sus bancos, sus columpios, sus vallados para los perros, todos iguales entre sí, producto de alguna contrata municipal sobre cuyo origen es mejor no indagar mucho. A cambio, los callejones, pocos pero preciosos, sobre todo para los enamorados clandestinos y los adolescentes partidarios de no entrar en clase, han resistido heroicamente, año tras año, los planes de exterminio diseñados para ellos en las oficinas de urbanismo del Ayuntamiento. Y ahí siguen, vivos, como el barrio mismo.
Pero lo más valioso de este paisaje son las figuras, sus vecinos, tan dispares y variopintos, tan ordenados o caóticos como las casas que habitan. Muchos de ellos han vivido siempre aquí, en las casas buenas, con conserje, ascensor y portal de mármol, que se alinean en las calles anchas y en algunas estrechas, o en edificios más modestos, con un simple chiscón para el portero al lado de la puerta o ni siquiera eso. En este barrio siempre han convivido los portales de mármol y las paredes de yeso, los ricos y los pobres. Los vecinos antiguos resistieron la desbandada de los años setenta del siglo pasado, cuando se puso de moda huir del centro, soportaron la movida de los ochenta, cuando la caída de los precios congregó a una multitud de nuevos colonos que llegaron cargados de estanterías del Rastro, posters del Che Guevara, y telas hindúes que lo mismo servían para adornar la pared, cubrir la cama o forrar un sofá desvencijado, rescatado por los pelos de la basura, y sobrevivieron al resurgir de los noventa, cuando en el primer ensayo de la burbuja inmobiliaria resultó que lo más cool era volver a vivir en el centro.
Después, la realidad empezó a tambalearse al mismo tiempo para todos ellos. Al principio sintieron un temblor, se encontraron sin suelo debajo de los pies y creyeron que era un efecto óptico. No será para tanto, se dijeron, pero fue, y nada cambió en apariencia mientras el asfalto de las calles se resquebrajaba y un vapor ardiente, malsano, infectaba el aire. Nadie vio aquellas grietas, pero todos sintieron que a través de ellas se escapaba la tranquilidad, el bienestar, el futuro. Tampoco reaccionaron todos igual. Quienes renunciaron al combate ya no viven aquí. Los demás siguen luchando contra el dragón con sus propias armas, cada uno a su manera.
Los mayores no tienen tanto miedo.
Ellos recuerdan que, no hace tanto, en las mañanas heladas del invierno las muchachas de servicio no andaban por las calles de Madrid. Las recuerdan siempre corriendo, los brazos cruzados sobre el pecho para intentar retener el calor de una chaqueta de lana, las piernas desnudas, los pies sin calcetines, siempre veloces en sus escuetas zapatillas de lona. Recuerdan también a ciertos hombres oscuros que caminaban despacio, las solapas de la americana levantadas y una maleta de cartón en una mano. Los niños de entonces los mirábamos, nos preguntábamos si no tendrían frío, nos admirábamos de su entereza y nos guardábamos la curiosidad para nosotros mismos

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